Levántate y anda

lunes, 23 de febrero de 2009

Las mellizas del bardo (II)




Me quedo mirando las pestañas de Vicky. El humo del cigarrillo se le escapa de la nariz y tarda unos segundos antes de subir y mezclarse con las luces y la oscuridad.
Saco mi perfume del bolsillo del jean y le tiro un poco en el cuello.
Vicky se estremece y se desparrama mi J’Adore con las muñecas. Se frota los dedos contra los lóbulos de la oreja, tiene puestos los aros de alpaca con amatista que le regalé para su último cumpleaños. Después se huele la mano como si fuera la primera vez que lo siente en su vida.
Y yo se que no piensa en José, que no piensa en la barra, que no piensa en la Torda ni en mí, que no mira a los chongos que la rodean, que no tiene ganas de bailar ni de tomar una gota más de cerveza.
Vicky siente que puede evaporarse. Siente que sus ojos enormes y negros pueden escaparse de su cabeza y volar hasta ese lugar, hasta la dimensión donde a ella le gustaría quedarse a envejecer.
O eso es lo que parece cada vez que se acuerda de Santi.
Santi fue el chico que salía de caño con ella.
El que la hizo fanática de Boca.
Santi murió la misma tarde que Vicky cayó en cana. Por suerte la largaron pronto.
Vicky nunca lo hizo por la guita. No le hacía falta. Vicky salía a chorear porque a ella la divertía y a Santi también. Se calentaban, después iban a un telo y se bañaban en sales espumantes, con hidromasajes y todo eso.
Vicky nunca me habla de él. Y yo aprendí a no preguntarle. Siempre son unos minutos, un cuelgue profundo, lleno de alcohol y de tristeza. A veces la tristeza es tan pesada que no hace falta el alcohol. Pero el alcohol la garantiza. A Santi lo vi dos veces en mi vida. Yo recién empezaba a acercarme a la barra y Vicky estaba desde antes, porque su abuela había pertenecido. La abuela de Vicky también murió. En un cruce con las cuervas, allá en el Gasómetro.
Pero no nos desviemos. Después les cuento de la abuela de Vicky, si quieren. Además que Vicky no se hizo bostera por su abuela, se hizo por Santi.
Lo importante es que a Santi lo ví dos veces, dije.
Esta, entonces, es la tercera vez que lo veo.
Porque el pibe que se nos acerca y se queda duro como una momia enfrente de la mesa que compartimos es muy parecido a la imagen de Santi que tengo guardada en alguna zona de mi mente. Una imagen que escanié de la foto de bordes despintados que Vicky todavía guarda en su billetera.
Podría ser un fantasma. Estoy acostumbrada.
Igual, no es un fantasma.
Santi segundo es magnético, aunque Vicky ni siquiera lo mira. Ahora sí. Lo mira y es como si no se diera cuenta de que es idéntico a su Santi.
Nunca subestimen al poder de la negación.
Santi segundo usa una bermuda a rayas, pescadora, bastante desteñida, y una musculosa que le queda cortita. Mide casi un metro noventa, y es morocho como el verdadero Santi. Puede verse la fila de pelos que bajan desde su ombligo apenas tapado por la musculosa y se esconden en la cintura de su malla. No nos habla, solamente nos mira. Tiene un vasito de vidrio vacío sostenido entre los dedos, y de su espalda cuelga una mochila negra.
En un momento sin música, le digo desde la mesa:
- Sos el chico más alto del lugar.
Y levanto el vaso onda en brindis. Santi segundo sonríe y veo unos dientes chicos y perfectos, todos prácticamente del mismo tamaño. Despabilada, Vicky también le hace una sonrisa de las suyas. Lo invitamos a sentarse con nosotras, en el lugar de la Torda, y mientras se acomoda me pregunto si es un chongo. No tiene pinta de. Más bien parece un turista, un pibe de barrio que va a salir de vacaciones ahora, los últimos días de marzo, y por alguna razón vino a parar a este antro.