Levántate y anda

miércoles, 17 de diciembre de 2008

De como fui al Sheraton con mi futura mujer





Mi descenso a los infiernos comenzó cuando tuve la infeliz idea de tomar un colectivo, puse las monedas en esa máquina precámbrica y preferí ir parado antes que sentarme en esos asientos tan incómodos, viajaba con mi música a todo volumen, escuchaba Babasónicos a todo volumen, después Morrisey, que me fue recomendado por Stany, Morrisey y Babasónicos en el colectivo hasta que el amable chofer me indicó que tenía que bajarme, y yo bajé con esperanza, porque aunque no parezca el comportamiento civilizado del chofer había logrado demostrarme que aún queda gente civilizada en este país, el chofer no sólo me avisó el momento exacto en que tenía que bajarme sino que tenía muchas estampas de la Virgen de Luján en su cabina, una más hermosa que la otra, incluso había imágenes tornasoladas que me resultaron muy simpáticas, de pésimo gusto pero simpáticas, tan simpáticas como las canciones de cumbia que bailamos con mis amigos cuando estamos borrachos, si es que estamos lo suficientemente borrachos como para bailar simpática cumbia aborigen. El chofer tenía el pelo blanco bien cortado, la camisa limpia, los pantalones y los zapatos limpios, no parecía tener una gota de sangre del conourbano, la prueba de esto eran sus inmaculadas medias blancas, y ejercía su trabajo con dignidad, al punto que insultó a una vieja mendiga que trató de cruzar con un semáforo en rojo, no escuché el insulto porque en mis oídos sólo había espacio para el magnífico arte de los Babasónicos, pero comprendí el gesto, un insulto locuaz y bien entendido, de esos insultos que edifican, y no sólo eso sino que el chofer se negó a abrir las puertas a las personas que intentaban detenerlo en zonas irreglamentarias, soportó con estoicismo los insultos banales de esos indios irreglamentarios inmigrantes muertos de hambre que intentaban detener el colectivo donde no correspondía. La apoteosis llegó cuando expulsó a un vendedor ambulante, con tímidas lágrimas de emoción nublando mi vista adiviné como el chofer expulsaba a un individuo de muletas, muy mal vestido y con la innegable expresión del resentido social, posiblemente nacido en el conourbano, que intentaba adueñarse de su coche, un tipo de labios toscos y mirada sanguinolienta, vestido con un par de shorts imitación Adidas y una gastada remera de algodón con la leyenda Torneos Juveniles Bonaerenses, se me pone la piel de gallina de sólo acordarme, el tipo pretendía adueñarse del coche y vendernos sus pastillas sin pagar boleto, pretendía robarnos a través de unas pastillas que no debían respetar la mínima norma de salubridad, unas pastillas de naranja o de limón que tenían muchísimas posibilidades de ser mercadería robada al fabricante, dos por dos pesos, decía, dos por dos pesitos nada más, aproveche, decía, directo de fábrica al consumidor, para regalar o comer en el viaje, dos por dos pesitos. Decidí pausar mi hermosa canción de Babasónicos, por desgracia no puedo recordar qué canción escuchaba pero si recuerdo la sensación de bienestar que me producía esa música, una sensación muy placentera, esa canción me hacía pensar en chicas sofisticadas como yo, en chicas inteligentes y anarquistas, chicas bien vestidas, chicas finas y sofisticadas, rubias quizás marxistas pero sofisticadas, chicas argentinas pero que vivían en el exterior, o que si no vivían en el exterior quizás estudiaban en la universidad pública gracias al dinero de los pobres, pero que al menos seguramente rechazaban de plano la mediocridad que las rodeaba a través del consumo de estrambóticas ropas usadas con cierto aire british, ropas viejas que ellas prefieren llamar vintage, sofisticados ángeles de enormes glándulas mamarías que piden a gritos ser chupadas como se lee un texto de Artaud, glamorosamente sofisticadas y rebeldes, eso, sofisticadas y rebeldes, chicas que quizás, con un poco de suerte, podía yo encontrarme en la universidad pública, mientras compraba las fotocopias que me había encargado mi hermano Stany, chicas con las que por ejemplo iba a poder hablar de Roland Barthes, o de alguno de los otros homosexuales franceses que Stany tanto me había recomendado durante mi adolescencia. Rodeado de los efluvios de un adorable e imaginario coro de ángeles, ebrio de deseo y de calor en ese colectivo cuyo rugido parecía llevarnos directo a un desarmadero indígena, vi cómo el chofer del colectivo detenía el motor de su herramienta de trabajo para expulsar al intruso, fui testigo de cómo un colectivero arriesgaba su vida frente a ese menesteroso para proteger a los más débiles, esto es, para proteger a los pasajeros, ebrio del deseo de conocer glamorosas rubias fanáticas del Conde de Kropotkin presencié el milagro de que un hombre hiciera su trabajo correctamente en este país, de que un chofer que bien podría haber sido peronista se rebelara contra su estirpe y realizara su trabajo como corresponde, que uno sólo, uno en un millón de choferes argentinos respetara la ley y echase a la garrapata vendedora de pastillas robadas de naranja y de limón, vi eso, y pese a mi temor cuando empezaron a insultarse, a pesar de que no me sentía del todo capacitado para intervenir en esa discusión por más que sabía que un gancho bien puesto podía dejar al delincuente fuera de combate, y que después incluso iba a poder patearlo hasta reventarle los riñones. La repentina cobardía que nunca pensé tener afloró cuando caí en la cuenta de que no era seguro pelear en un colectivo, de que pelear en un colectivo podía ser peligroso en caso de que viniera la policía porque ahí sería imposible sobornarlos o escapar, o tan sólo sobornarlos por la mera presencia del público que como yo miraba esa discusión, caí en la cuenta de que podría caer preso, pero, gracias a Dios, a pesar de mi miedo todo se resolvió maravillosamente, y tras algunos insultos el grotesco ladrón de golosinas se retiró del móvil y pudimos arrancar, pudimos arrancar y volví a la celestial música de mis queridos Babasónicos. Todo iba tan bien, con la salvedad de ese breve percance los astros parecían tan alineados durante ese viaje, que ni siquiera cuando el chofer me avisó que había llegado mi turno para bajar y observé la calaña del barrio en que me había depositado, ni siquiera en mis sospechas más negras llegue a imaginar el escarnio al que iban a someterme en la universidad pública, un escarnio que fue doloroso pero al menos me valió un fin de semana en el Sheraton, pagado por mi queridísimo hermano Stany y junto a mi ex novia, el mejor fin de semana de mi vida junto a mi ex novia, con la que en algún momento, no dentro de mucho tiempo, tengo planeado volver para iniciar una nueva etapa de monogámica felicidad, llena de hijos y de jardines. Nada peor que los ladrones vendedores de fotocopias que me atendieron en la universidad pública cuando yo tenía dieciséis años, yo tenía dieciséis años y cansado de esperar en una cola interminable llena de gente con morrales y rodeado de pancartas sucias llenas de siglas que no me interesaba descifrar empecé a quejarme en voz alta, después de corroborar que no había ninguna sofisticada rubia anarquista a mi alrededor empecé a decir que no podía creer que ese antro fuese una universidad, que me resultaba un divague que los estudiantes tuviesen que hacer esas colas para pagar por unas fotocopias, que me resultaba delirante que las fotocopias no estuviesen preparadas y que cada estudiante tuviese que esperar a que se piratearan quinientas hojas para el tipo que estaba adelante suyo en la fila, y pedí el libro de quejas, como mamá hacía siempre pedí el libro de quejas. Respetuosamente pedí el libro de quejas pero lo que recibí en su lugar fue un libro anaranjado, un libro anaranjado en cuya tapa, letras negras, podía leerse El Capital, fue así, los graciosos ladrones que trabajaban en esa abominable letrina fotocopiadora me dieron ese libro en lugar del libro de quejas, empezaron a reírse mientras me decían que primero tenía que leerlo, que primero tenía que leerlo y luego dejar mi comentario en la última hoja, y que hasta que no lo leyera por completo y dejara mi comentario no me iban a atender, y cuando les respondí tuve que soportar que me gritaran los peores insultos en la cara, que me tratasen de fascista en mi propia cara, que me comparasen con el abominable genocida militar Videla, sólo porque dije que su sistema de atención era muy ineficiente y que como todo negocio que lucra por medio de la atención al público debían tener un libro de quejas, sólo por eso. No me prestaron atención, no me escuchaban y seguían exigiendo que leyera ese libro tan aburrido y repetitivo, ese libro tan mal escrito, el grupo de estafadores rentados por algún sucia y minúscula agrupación de ideales aún más adolescentes que yo acrecentaba sus burlas, lo juro, estos animales que ni siquiera habían leído a Saer seguían con sus burlas mientras me exigían que leyese ese libro horrendo, hasta que no aguanté más y empecé a arrancar sus hojas, empecé a arrancar las hojas de ese libro estúpido y resentido, y a tirarlas por los roñosos pasillos de ese antro que se hacía llamar universidad pública. Eso los enfureció de sobremanera y entonces empezaron a empujarme, incluso las dos chicas que aparecieron de repente y de ningún modo parecían glamorosas lectoras de Roland Barthes empezaron a empujarme y a escupirme, y en ese momento supe que sería imposible escapar, que por más que yo pudiera hacerme cargo de dos o tres de esos barbudos sidosos que me estaban imprecando me sería imposible salir entero de esa universidad pública, y obnubilado por el temor cometí un error fatídico, abrumado por el miedo de que me contagiaran el sida y engañado en mi inocencia adolescente empecé a gritar que no me atacaran, que me devolvieran la plata que me habían quitado del bolsillo para reponer el libro que yo había roto, empecé a gritar que no me atacaran porque yo también era peronista, que venía de una familia peronista, que mi abuela había sido una maestra peronista, que de adolescente mi madre había salido con un militante peronista, que en mi casa mi padre tenía la biblioteca entera de la doctrina peronista escondida en la baulera del edificio, que de chico yo había ido a comer choripanes a un acto peronista invitado por el hijo del portero de mi antiguo edificio del barrio de Flores. No funcionó, obviamente no funcionó y los estafadores se enfurecieron todavía más, se pusieron más violentos y más irónicos, les molestó de sobremanera que para colmo yo fuera peronista y no marxista, ahora lo entiendo, y por eso me empujaron, me sacaron parte de mi plata para comprar otro tomo 1 de El Capital, me sacaron tanta plata que supuse que tenían planeado comprar todos los tomos, unos tomos que igualmente su pereza intelectual y su desidia les iban a impedir leer, porque según la tía del Duque que es docente en la carrera de Filosofía de esa universidad los estudiantes son un monumento a la desidia, un grupo de ignorantes que ni siquiera merecen estar en la universidad pública, unos ignorantes irrespetuosos que ni siquiera se preocupan en aprender alemán tras haber decidido estudiar filosofía, unos vagos de mierda sucios que ni siquiera tienen las capacidades básicas necesarias para interpretar un texto, ni que hablar de comprender el monumental pensamiento de un genio como Edmund Husserl. Terminé huyendo como una rata, escapé de ese tugurio como una rata herida escapa de una fumigación, y con el poco dinero que esos estafadores habían dejado en mi billetera me arrojé al interior de un taxi, donde rompí en llanto, lloré durante los treinta y cinco o cuarenta minutos que separan esa Facultad del barrio de Recoleta, de mi departamento ubicado en Las Heras y Callao, de mi departamento con vista al río, y cuando llegué a casa me encontré con que Stany leía el mismo libro que los estafadores estudiantes de la fraudulenta universidad pública habían usado para escarniarme, un horror. Me da vergüenza escribirlo pero eso me hizo llorar todavía más, lloré de una forma que nunca antes había llorado, pese a que odio llorar no pude evitarlo, lloré como una mujer, o como un homosexual, e incluso tres días después no quería mirarme al espejo por miedo a encontrar las huellas de ese llanto visceral en mis facciones, lloré como un animal herido hasta que Stany me explicó porqué leía ese libro, hasta que se tomó el trabajo de explicarme porqué leía ese libro y cómo lo leía, dijo que lo leía como se lee una novela, que lo leía como una fábula antiperonista, y también pasó a explicarme porqué sus compañeros de la universidad pública me habían tratado así, me explicó su teoría del miedo de los estudiantes, y después me prometió regalarme un día de spa en el Hotel Sheraton donde sus admirados montoneros querían hacer el hospital de niños, y no sólo me lo prometió sino que me lo entregó el fin de semana siguiente, me regaló un fin de semana de spa en el Sheraton porque dijo que siempre, que siempre es mejor reir que llorar, y que siempre mejor que decir es hacer, y que hacer nunca es lo mismo que pensar, nunca.