Levántate y anda

martes, 30 de diciembre de 2008

Volquer en mi habitación, a la madrugada


Este fin de año no fue de los mejores para Volquer.
No quiso decirme las razones, pero sus movimientos en la oscuridad del living lo anunciaban.
Cada vez que le preguntaba, la misma respuesta: "es el calentamiento global".
Claro, le decía yo.
Y le pasaba el azúcar para su leche tibia de todas las tardes.
Leche tibia y cigarrillos sin filtro.
Después, se ponía los anteojos y salía. A manejar el taxi. A la ciudad.
Con sus sudaderas de nylon, sus bermudas de fútbol y sus zapatillas Nike compradas en la feria de Solano.
Con esas zapatillas, Volquer mide casi dos metros.
Y, cuando llega ebrio a las seis de la mañana, da miedo.
Eso fue lo que pasó anoche.
Escuché el sonido de las llaves. Desde la calle, escuché el sonido de la reja y después las llaves, que no embocaban. No embocaban.
Desde mi cama, hipnotizado por un sueño de sol y asfalto, con el turbo encendido como el corazón de una tortuga, escuché sus murmullos. Sus puteadas. Hablaba solo. Cantaba una canción de Calamaro. Y puteaba. En voz baja.
Había dolor en sus puteadas. A eso pude adivinarlo desde la cama. Desde detrás del ruido de mi turbo.
Subió la escalera con parsimonia.
Subió la escalera con la cadencia de una babosa dañada por la sal.
Una babosa que de alguna forma resurgió de la sal gruesa en la que estaba enterrada.
Había tomado más de la cuenta. Parecía eso.
Cuando lo vi aparecer en el marco de la puerta supe que algo andaba mal.
Se quedó quieto, apoyado en el marco de la puerta.
A sus espaldas, la luz de la calle. El rumor de los árboles en la calle. El 24, un ronquido de la calle.
Creí que necesitaba plata. Creí que necesitaba cigarrillos.
Plata para comprar leche y entibiarla en el cacharro de mango quemado que tenemos en la cocina.
Pero cantaba una canción de Calamaro. En voz muy baja.
Ahora no estoy seguro de que fuese una canción de Calamaro. Pero me pareció eso.
Le pregunté si necesitaba algo.
Y se tiró encima mío.
No tuve tiempo para pensar los motivos. No pude.
Volquer aprovechó que no tenía puestos los lentes de contacto y empezó a golpearme.
Cada uno de sus brazos era un látigo de carne congelada.
Sentí la sangre tibia en la nariz. Sentí los labios abiertos bolsas de nylon que revientan y dejan caer todo al suelo.
Apenas pude ponerle un rodillazo. En los huevos.
Sentí el ruido de la suela de sus zapatillas aplastando mis anteojos.
Entonces me levantó.
Tenía un aliento fuerte y espeso. No era aliento a alcohol. Era otra cosa.
Aliento a barro.
Quise defenderme. Le rompí la lámpara en la nuca.
Le rompí la lámpara en la nuca y al caminar los vidrios de la bombita se clavaron en la planta de mis pies.
El no sentía nada.
Por lo menos había dejado de cantar.
Terminé rodando por la escalera.
Así como lo leen, rodé por la escalera de mi casa.
Me dolían tanto los labios y las cejas que la caída fue casi un alivio.
Llegar al final fue casi un alivio. Me tuve que arrastrar.
Me arrastré por el suelo mientras escuchaba el portazo de Volquer.
Había decidido dormir en mi habitación.
Supe que no había forma de sacarlo de ahí. Esa noche necesitaba dormir en esa cama.
"Es el calentamiento global".
Mis pies resbalaban en su propia sangre.
Por eso preferí arrastrarme. Me arrastré hasta la heladera.
Una vez frente a la heladera la abrí desde abajo, desde el vértice inferior izquierdo de la puerta. Fue fácil.
Había una sidra abierta. En el estante de abajo había una sidra abierta con el corcho de plástico colocado con suavidad.
Lo saqué con mis dientes y empecé a tomar.
Tomé toda la sidra que quedaba. Me ardían los labios.
No me sentí mejor.