Levántate y anda

sábado, 24 de enero de 2009

Diabolik, la líbido, la política




Hace unos días, fuimos a ver Diabolik, una película de Bava basada en el comic de unas viejitas italianas sobre un superhéroe terrorista. Más allá de los freaks cinéfilos que se reían cuando las cosas no causaban gracia, la película tuvo un final maravilloso.

Diabolik vivía en una caverna subterránea con su novia, una rubia hermosa interpretada por Marisa Mell. Al principio, después de robar 10 millones de dólares, terminan enfiestándose cubiertos de esos billetes.
En el medio, nos damos cuenta de que el drama de Diabolik es que, siendo un trotskista de alma que busca demoler el sistema a través de una escalada de conflictos desencadenada por sus cada vez más arriesgados golpes que incluso llegan a poner en riesgo el sistema bancario, no puede evitar que su amada sea igual a la su enemigo - némesis, el mafioso. A golpe de vista, las dos rubias parecen mellizas, y la arrebatada estupidez de la segunda no puede opacar la estupidez maciza y militante de la primera. Diabolik lo sabe, y por eso necesita seguir con su revolución permanente, que además de los objetivos a largo plazo le permite arriesgar la vida de su chica porque en el fondo quiere verla muerta.

Diabolik sabe que hasta que su chica no muera el sabotaje al sistema no va a pasar de pantomima para los medios. Diabolik sospecha que, para triunfar, necesita no sólo una mártir, sino la abolición del deseo. Eso completaría su parábola como un verdadero superhéroe terrorista, disciplinado y ascético, no como los putos de siempre que necesitan ubicar el deseo en un ideal de femineidad burguesa al mismo tiempo impoluta e inalcanzable, tiñendo la tragedia política en clave melodramática.

En uno de los golpes, donde va a robar un collar de esmeraldas para regalarle por su cumpleaños, su soldada incluso tiene que disfrazarse de puta.

Pero volvamos a la escena de los billetes. Hay una cama gigante y giratoria, cubierta de dólares. Los dólares empiezan a moverse y desde abajo, enterrados en guita, surgen Diabolik y su soldada, en bolas. Esta escena cifra el final de la película. Lo que pasa durante la hora y pico que las separa es un remolino de colores idéntico al de la presentación de los créditos, y un muestrario de lo idénticos que son Diabolik y el mafioso. Es una película moral, donde el policía no es corrupto porque se sabe, la única razón que existe es la razón de estado.

En algún momento, Bava dijo que de sí mismo que no era director sino fotógrafo. En la escena final, Diabolik volvió a robar, esta vez un vagón de tren lleno de oro macizo. Pero la policía, que va tecnificando y por eso mejorando sus dispositivos de espionaje, lo descubre e ingresa en la caverna - refugio de amor de Diabolik. Nótese: Diabolik, viejo topo, vive debajo del agua. El mafioso, en cambio, se la pasa sobre el agua (en un avión) o entre el agua (en un barco). Diabolik es monógamo, el mafioso es polígamo. No vamos a extendernos sobre la cualidad acuosa de esa palabrita llamada ideología: hace demasiado calor. Pero sí vale la pena adelantarnos al final de la película. Diabolik tiene puesto un traje con el cual, según sus palabras, "podría atravesar el sol". Lo que ocurre es que, rodeado por la policía, el perfeccionista Diabolik olvida en funcionamiento el mecanismo a través del cual deseaba fundir (racionalizar, segmentar) ese oro nuevamente en lingotes. El mecanismo estalla y Diabolik termina sepultado por una suerte de lava de oro fundido.

Corte.

La policía y la prensa están reunidas en el refugio de Diabolik. Al fin lograron atraparlo, porque el superhéroe terrorista quedó hecho una estatua, abrazado, abrasado por el oro fundido. Su espalda muestra un extraño movimiento, los bordes del oro en contacto con el resto de su cuerpo parecen las congeladas olas de un mar centelleante. Cuando termina la función de prensa en el museo de la guerrilla derrotada, el ejército de dos personas donde el único soldado es además ama de casa, todos se retiran, las luces ceden y el paisaje se muestra desierto y melancólico.
En las sombras, hay un plano de la estatua de oro. Consciente de que su tragedia era irresoluble, Diabolik decide inmolarse. Ese olvido no fue casual. No puede sacrificar a su novia, y si no la sacrifica todo lo que hace va a ser en vano.

Entonces, una figura avanza hacia el Diabolik - monumento rosarino. Es su novia. Lo confirmamos cuando se levanta el glamoroso velo que cubre sus ojos dibujados en ese maquillaje tan pre cola-less.
En la derrota, los cuerpos están separados por la solidez del oro bruto, bruñido. Hubo política real, más allá de la pantomima: los cuerpos se reacomodaron. Ella llora y acaricia el cuerpo cubierto en oro de Diabolik. Sabemos que no sólo ya no van a poder revolcarse en billetes, sino que él parece muerto, o mejor dicho congelado en el movimiento de la historia. Acá empieza a tallar la moral: el afán de oro lo dejó ahí, preso en su jaula de hierro. Ella, su soldada, sigue llorando en la penumbra.
De repente, vuelven las luces. Nos enteramos de que, para colmo de males, el comisario tendió una nueva trampa para atraparla. Quiere llevársela. Todo mal: aquella a quien Diabolik quería proteger va a terminar presa. Asumiendo la derrota, la rubia le pide al comisario unos segundos de despedida con Diabolik.

Y, entonces, lo vemos.
Diabolik está vivo.
El sueño eterno de la revolución está vivo.
Diabolik guiña un ojo, indicándole a su chica que va a volver. Que aguante.
Diabolik confía en que con ella en la cárcel va a poder hacer la revolución. Algo así como la situación ideal: el amor imposible es una presa política.
¿O nos lo guiña a nosotros?
¿O nos saluda porque consiguió lo que quería, esto es, una especie de eternidad, rodeado de oro, festejado en su propio museo de la derrota, con su novia presa no de la policía sino de la nostalgia?
La película termina ahí.