Levántate y anda

viernes, 20 de noviembre de 2009

Voy a publicar un libro (II)


Camino por el centro de Buenos Aires con un escritor. El escritor también es editor. Nos tomamos el subte mientras hablamos de libros. A los quince minutos, nos damos cuenta de que lo tomamos en sentido opuesto al que pensábamos. Dejamos pasar un par de paradas más y bajamos en una donde podemos corregir nuestro sentido sin volver a pagar el boleto. Seguimos hablando de libros. Y de literatura. Vamos para lo de otro escritor, que también es poeta y editor. Este escritor vive con un poeta, que también es escritor y editor, pero que no está en casa. Me asomo a chusmear su habitación alquilada. Es igual a la mía. Con los colegas editores y escritores discutimos los aspectos técnicos de la confección de un libro sobre opinión pública. Nos vamos. Cuando estamos saliendo, el poeta escritor y editor justo entraba al edificio. Tiene en la mano la bolsa de una farmacia. Le hago un chiste sobre los medicamentos que sospecho al interior de esa bolsa. Mi amigo escritor y editor, el que viajaba en subte, le hace otro chiste sobre un partido de fútbol que se repite todos los lunes y en el que sólo participan poetas, escritores y editores. Hablamos de turismo literario y de la Feria de Frankfurt. Ninguno de los cuatro tiene trabajo fijo, aguinaldo, ni vacaciones pagas. A todos nos deben dinero las redacciones de diferentes medios nacionales. El dinero que cobramos por año como periodistas culturales no alcanza ni para pagar los servicios básicos durante seis meses. Todos trabajamos formal o informalmente en el sistema educativo. Tengo ganas de tomarme alguno de los fármacos que imagino que mi amigo tiene en la bolsa, aunque sospecho que en realidad son curitas. La cualquierización es el velo fluctuante que habita las tecnologías de la amistad literaria. Arcaicas, atadas con hilo de pizza, proliferantes como la web o como los MP3 chinos de contrabando que se venden en oscuros pisos 17 del barrio de Once. ¿Y la política? La política es una hermana mayor que se fue a filmar un documental a Etiopía y de vez en cuando manda extrañas vasijas de barro.

La cuestión del escritor profesional, de la forja de los escritores profesionales, como les decía Jorge B. Rivera, es un mito. Son muy pocos los escritores reconocidos como escritores de literatura que llegaron a vivir de su pluma, y a esta altura eso es sentido común. Porque trabajar de periodista no es ser un escritor profesional. Eso es ser periodista. El escritor profesional que trabaja de periodista es un periodista que además es un escritor amateur. El escritor que vive de los derechos de autor es un escritor profesional. Entonces la pregunta sería porqué la idea del escritor profesional, ese mito, sigue operando y conforma el horizonte de expectativas del medio cultural. Es decir, qué gana y qué pierde la cultura literaria, y la fe en la literatura, con ese mito. Roberto Arlt no era un escritor profesional. Era un periodista que lograba un sobresueldo con algunas de sus publicaciones ulteriormente sindicadas como literatura. Y sus trabajos que no eran concebidos como literatura, ni siquiera hoy son leídos así sino que se publican bajo el paraguas de haber sido escritos por un Arlt que resultó triunfante en una serie de operaciones críticas de los sesentas. La lógica de producción de valor en el campo literario es altamente conservadora. O sea: que Arlt haya escrito lo que escribió sin vivir de eso no opaca su trabajo, sino que lo enaltece. Por algo Arlt escribió, parodió y llevó a niveles trágicos la obsesión por pegarla y salvarse que atraviesa a toda la complexión emotiva del artista, especialmente en Buenos Aires. Arlt es uno de los escritores más contemporáneos que conozco. Podría decirse: Arlt preanuncia la caducidad del modelo universitario antes de que el modelo universitario se masifique, y la quinta donde se reúnen los siete locos es un fósil del futuro de la UBA. El astrólogo, profesor castrado, es un ejemplo de esto. Por eso irrita un poco que un escritor conservador y de derecha como Roberto Bolaño, sobrino pobre y exótico de la World Fiction, lo descarte como lo descarta. Pero volvamos. Qué se gana. Principalmente: dignidad. Algunos sucesos de la historia reciente demuestran que no se puede construir nada interesante desde esa palabra.

Acabo de llamar a la imprenta. La mujer que se encarga de mi libro está enferma y no aparece desde hace dos días.