Mi viejo Ford Orion es un auto que nunca va a ser vintage.
No me molestan sus bollos, la suciedad de los vidrios ni la puerta despintada. El tiempo y el maltrato lo contaminaron de un aura que su diseño cuadrado y neutro nunca tuvo, ni siquiera cuando era cero kilómetro y no nos conocíamos.
A veces, pienso en ponerle unos cuernos de buey en el capot, encima de la parrilla. Dos cuernos separados por las vueltas de una soga áspera que raspe la piel.
Siento que me lo pide a gritos, y en esos momentos un violento sentimiento de cariño hecho de hierro y plástico y gomaespuma húmeda y grasa y aceites y líbido mal enfocada se derrama sobre el cuero caliente del volante.
Mi auto tiene la cara de un tipo que trabajó toda su vida bajo el rayo del sol, en un paisaje sin agua, con el viento que clava sus garras detrás de las orejas de la gente protegido por la indiferencia de los cables de electricidad y de todo lo demás.
Las mejillas de mi auto contenidas por dos arrugas donde el alcohol encuentra su reposo.
Cuando chocamos huesos y puertas crujen como si bailaran descalzos sobre cubitos de hielo. Es una especie de complicidad, y él la interpreta como la prueba fehaciente de que no está muerto.
Hace un tiempo pensé en venderlo. Fue una idea vaga y antinatural que todavía me produce culpa.
Mi viejo Ford Orion me la recuerda cada vez que arrancamos. Es una vibración. Entonces, le prometo que no.
Que por ahora no.