El otro día, después de leer un post del Kameyo en La Contrarreforma, pensé que el mejor relato de lo nacional, desde que tengo memoria, nació de las publicidades de la cerveza Quilmes. El mito argentino, según Quilmes, se desdoblaba en dos: por un lado, un pasado lleno de bríos que se truncó de alguna manera en la que no valía la pena ahondar porque lo importante era la posibilidad de recuperación. Maradona cayéndose en el glorioso gol a los belgas en México 86, el granero del mundo.
Por otra parte, un presente donde la modernidad a las patadas era recuperada en tono festivo por la épica clasemediera sustentada en el mito de la singularidad. La gran mayoría de los países latinoamericanos creen que su “cerveza nacional” es la mejor del mundo; Quilmes nunca dijo ser la mejor cerveza. Estaría bueno preguntarse por qué, si hace diez años tenía las credenciales para hacerlo. Lo interesante, sin embargo, es que su operación era más bien una extrapolación de imágenes del paraíso clasemediero (los amigos, las pizzerías, el calor humano, la amistad, los berretines, el sabor del encuentro) como emblema de lo nacional, y, desde esta plataforma, una proyección hacia el resto del mundo con el fútbol como caballito de batalla. Hacia adentro, la comunidad porteña como universal irrenunciable, hacia fuera, la épica de ser los más habilidosos (Maradona), los más dotados, pero también los que ponen más huevos, porque en el fondo todos sabemos muy bien, y sino pregúntenle al Loco Bielsa (siamés no reconocido de José Luis Machinea), que los mejores son otros y usan una camiseta amarilla de cuellito verde.
Sin mito, no hay marketing que aguante.
Quilmes nunca habló como un sponsor oficial de la pasión. Siempre habló como la pasión misma.
Por eso las narraciones de Quilmes eran tan performativas y sus publicidades más de una vez me hicieron humedecer los ojos frente a la tele. ¿Querés Trainspotting? ¿Te comiste la del pop inglés en un sótano de Congreso? Acá hay clientelismo político papi, y las drogas nos llegan quince años más tarde y bien administradas. El peronismo, otra vez, como el hecho maldito del marketing argentino. Mi hermano, que ahora galopa el baby boom boom kid kirchnerista, tenía un casete grabado con cosas de Blur, Supergrass, Pulp y todo eso, y al final el tema de la propaganda de Quilmes.
Gol, gol, gol, en tu cabeza hay un gol.
This is hardcore.
Porteñidad, decíamos. Lo que en el ocaso del neoliberalismo como sistema económico y moral aparecía en la forma de un pibe que se iba a levantar checas a Europa pero añoraba a su chevecha, se reconvirtió rápidamente en la celebración costumbrista de un ethos. Ahí tenemos una elaboración del trauma (el exilio forzoso de los chicos de clase media pauperizada del gobierno de De la Rúa) por medio de la erotización y la nostalgia. De ahí a la glamurización de las privaciones hay un paso. Es lo que pasó en el comercial ese de la playa, filmado por la agencia del hijo de Armando Bo, y en el que seguro que participó otro Fogwill, Andy, el hijo, que trabaja de director publicitario. Si ya no podemos irnos a Cancún o a Miami, no importa, porque el verano en realidad es folklore, es la comunidad por fuera de trabajo, es la seducción, los amigos. La comunidad imaginada por el liberalismo. El verano es Quilmes. La nación, el mito, es el verano. ¿O es Quilmes?
El reclamo del resurgimiento de una burguesía nacional anidaba también en esa historia de amor donde el escenario privilegiado era de nuevo la playa. A Europa se va a coger rubias liberadas, a Miami se va a comprar minicomponentes Aiwa de dos toneladas, a Cancún se va a ver peces de colores. A Mar del Plata se va a enamorarse. El encuentro entre el capital y el trabajo ahora sí es posible, porque en las playas argentinas es donde puede producirse el verdadero acontecimiento, ese que según dicen retramita la gramática de lo real y la geografía de los cuerpos.
Y entonces, cuando parecía que el ente podía llegar a reconciliarse con el ser, cuando la burguesía cervecera podía apostar por un modelo de país, vino la hecatombe.
A Quilmes la compraron los de cuellito verde. En realidad la compró AmBev, la filial brasilera de ImBev. AmBev es Brahma, Imbev es Stella Artois, entre muchísimas otras. En 2006, un grupo belga-brasileño paga 1200 millones de dólares y se queda con el 91% del paquete accionario, del cual ya había comprado el 35% en 2002, mientras fusilaban a un par de piqueteros y con ellos a los sueños infantiles del autonomismo.
Ahí, en 2002, empezó la debacle de la marca. Un poco después. Cuando empezaron a negociar la compra total, supongo.
Los belga-brasileros sabían que a partir de que se hiciera pública la compra de la otra parte de la tarasca se les iba a hacer muy difícil comunicar nacionalidad.
Bastante difícil.
Isenbeck ya los había chicaneado en 2002.
Tal vez no sea importante, pero los tipos de marketing son así.
La estrategia que tomaron entonces fue mediocre. Por un lado, hicieron mierda a Quilmes. Cada vez menos aparición en los medios, baja en la calidad del producto. A esto lo hicieron porque Quilmes, en un caso bastante común entre las “cervezas nacionales” de los países latinoamericanos, hegemonizaba un espectro de representaciones que iba desde el discurso popular, en nuestro país encarnado por el aguante, y el deseo mundializador y modernizante, posmoderno en el sentido trivial de la palabra, de las clases más favorecidas. Esa duplicidad salía en cualquier focus y llevaba a Quilmes a un dominio bastante importante del mercado. Como no iban a poder comunicar más nacionalidad, la quebraron. Stella para los chetos, peleándole a Heineken, y Quilmes ahí, residual, compitiendo con la Schneider y con la Brahma, reducida a su consumo popular y más clásico.
Chau mito. Polarización.
Quilmes se quedó un buen tiempo en las sombras.
La burguesía nacional, en este caso, no estuvo a la altura de las circunstancias.
Los hijos de Otto Bemberg metieron la guita a plazo fijo o hicieron edificios en Palermo.
Hoy, en un golpe de timón, comunican historia. El valor de que “siempre estuvo ahí”, más allá de que sea o no sea argentina.
Fogwill, que les había “inventado” el slogan según cuenta otro mito, trabaja de asesor cultural de Macri. Su hijo, por lo menos, seguirá trabajando para Quilmes, yendo a raves en Rio de Janeiro en un jet privado, a las dos de la mañana.
Lo peor de todo es que el otro día, en un bar, la moza nos ofreció Stella o Quilmes. Un pibe contestó rápido y dijo Quilmes, traeme Quilmes. La Stella es la cerveza de los intelectuales.
Y tenía razón.
Por otra parte, un presente donde la modernidad a las patadas era recuperada en tono festivo por la épica clasemediera sustentada en el mito de la singularidad. La gran mayoría de los países latinoamericanos creen que su “cerveza nacional” es la mejor del mundo; Quilmes nunca dijo ser la mejor cerveza. Estaría bueno preguntarse por qué, si hace diez años tenía las credenciales para hacerlo. Lo interesante, sin embargo, es que su operación era más bien una extrapolación de imágenes del paraíso clasemediero (los amigos, las pizzerías, el calor humano, la amistad, los berretines, el sabor del encuentro) como emblema de lo nacional, y, desde esta plataforma, una proyección hacia el resto del mundo con el fútbol como caballito de batalla. Hacia adentro, la comunidad porteña como universal irrenunciable, hacia fuera, la épica de ser los más habilidosos (Maradona), los más dotados, pero también los que ponen más huevos, porque en el fondo todos sabemos muy bien, y sino pregúntenle al Loco Bielsa (siamés no reconocido de José Luis Machinea), que los mejores son otros y usan una camiseta amarilla de cuellito verde.
Sin mito, no hay marketing que aguante.
Quilmes nunca habló como un sponsor oficial de la pasión. Siempre habló como la pasión misma.
Por eso las narraciones de Quilmes eran tan performativas y sus publicidades más de una vez me hicieron humedecer los ojos frente a la tele. ¿Querés Trainspotting? ¿Te comiste la del pop inglés en un sótano de Congreso? Acá hay clientelismo político papi, y las drogas nos llegan quince años más tarde y bien administradas. El peronismo, otra vez, como el hecho maldito del marketing argentino. Mi hermano, que ahora galopa el baby boom boom kid kirchnerista, tenía un casete grabado con cosas de Blur, Supergrass, Pulp y todo eso, y al final el tema de la propaganda de Quilmes.
Gol, gol, gol, en tu cabeza hay un gol.
This is hardcore.
Porteñidad, decíamos. Lo que en el ocaso del neoliberalismo como sistema económico y moral aparecía en la forma de un pibe que se iba a levantar checas a Europa pero añoraba a su chevecha, se reconvirtió rápidamente en la celebración costumbrista de un ethos. Ahí tenemos una elaboración del trauma (el exilio forzoso de los chicos de clase media pauperizada del gobierno de De la Rúa) por medio de la erotización y la nostalgia. De ahí a la glamurización de las privaciones hay un paso. Es lo que pasó en el comercial ese de la playa, filmado por la agencia del hijo de Armando Bo, y en el que seguro que participó otro Fogwill, Andy, el hijo, que trabaja de director publicitario. Si ya no podemos irnos a Cancún o a Miami, no importa, porque el verano en realidad es folklore, es la comunidad por fuera de trabajo, es la seducción, los amigos. La comunidad imaginada por el liberalismo. El verano es Quilmes. La nación, el mito, es el verano. ¿O es Quilmes?
El reclamo del resurgimiento de una burguesía nacional anidaba también en esa historia de amor donde el escenario privilegiado era de nuevo la playa. A Europa se va a coger rubias liberadas, a Miami se va a comprar minicomponentes Aiwa de dos toneladas, a Cancún se va a ver peces de colores. A Mar del Plata se va a enamorarse. El encuentro entre el capital y el trabajo ahora sí es posible, porque en las playas argentinas es donde puede producirse el verdadero acontecimiento, ese que según dicen retramita la gramática de lo real y la geografía de los cuerpos.
Y entonces, cuando parecía que el ente podía llegar a reconciliarse con el ser, cuando la burguesía cervecera podía apostar por un modelo de país, vino la hecatombe.
A Quilmes la compraron los de cuellito verde. En realidad la compró AmBev, la filial brasilera de ImBev. AmBev es Brahma, Imbev es Stella Artois, entre muchísimas otras. En 2006, un grupo belga-brasileño paga 1200 millones de dólares y se queda con el 91% del paquete accionario, del cual ya había comprado el 35% en 2002, mientras fusilaban a un par de piqueteros y con ellos a los sueños infantiles del autonomismo.
Ahí, en 2002, empezó la debacle de la marca. Un poco después. Cuando empezaron a negociar la compra total, supongo.
Los belga-brasileros sabían que a partir de que se hiciera pública la compra de la otra parte de la tarasca se les iba a hacer muy difícil comunicar nacionalidad.
Bastante difícil.
Isenbeck ya los había chicaneado en 2002.
Tal vez no sea importante, pero los tipos de marketing son así.
La estrategia que tomaron entonces fue mediocre. Por un lado, hicieron mierda a Quilmes. Cada vez menos aparición en los medios, baja en la calidad del producto. A esto lo hicieron porque Quilmes, en un caso bastante común entre las “cervezas nacionales” de los países latinoamericanos, hegemonizaba un espectro de representaciones que iba desde el discurso popular, en nuestro país encarnado por el aguante, y el deseo mundializador y modernizante, posmoderno en el sentido trivial de la palabra, de las clases más favorecidas. Esa duplicidad salía en cualquier focus y llevaba a Quilmes a un dominio bastante importante del mercado. Como no iban a poder comunicar más nacionalidad, la quebraron. Stella para los chetos, peleándole a Heineken, y Quilmes ahí, residual, compitiendo con la Schneider y con la Brahma, reducida a su consumo popular y más clásico.
Chau mito. Polarización.
Quilmes se quedó un buen tiempo en las sombras.
La burguesía nacional, en este caso, no estuvo a la altura de las circunstancias.
Los hijos de Otto Bemberg metieron la guita a plazo fijo o hicieron edificios en Palermo.
Hoy, en un golpe de timón, comunican historia. El valor de que “siempre estuvo ahí”, más allá de que sea o no sea argentina.
Fogwill, que les había “inventado” el slogan según cuenta otro mito, trabaja de asesor cultural de Macri. Su hijo, por lo menos, seguirá trabajando para Quilmes, yendo a raves en Rio de Janeiro en un jet privado, a las dos de la mañana.
Lo peor de todo es que el otro día, en un bar, la moza nos ofreció Stella o Quilmes. Un pibe contestó rápido y dijo Quilmes, traeme Quilmes. La Stella es la cerveza de los intelectuales.
Y tenía razón.