Adoro entrar a esos paraísos rústicos, siempre fríos o demasiado calurosos, de sillas incómodas y ventanales amplios y manteles de papel. Masticar mollejas rodeado de meseras estudiantes de teatro, que esquivan mesas con una belleza de caderas inyectadas con rocanrol suburbano. El pan, siempre exquisito, funciona como señuelo. Hay que resistir. Me fascina el combate moral de la parrilla libre. Si todo está permitido, el exceso es una amenaza tangible. Es muy duro: nunca se sabe cuándo vamos a volver. Cualquier cálculo se vuelve imposible, y el atávico miedo al hambre se hace más intenso. La gula se transforma en una lucha donde cada comensal es un cómplice y un enemigo. Comer en una parrilla libre es naufragar en un final de fiesta que se dilata antes de haber empezado.
La carne está ahí: todo está a la vista. Si Puerto Madero es la Buenos Aires elitista del aluminio y el metal, si es la fortaleza privada de la burguesía solidaria del arte y el diseño, del iphone y los tomates cherry, las parrillas libres son los quistes pauperizados y festivos donde los contornos de las clases medias todavía sueñan el ascenso social. Son la resistencia a la frivolidad gourmet, la sombra negra de los McDonald’s. Un hachazo a los tobillos del vegetariano indeciso.
Las mejores parrillas libres que visité quedan en Paternal, en Liniers, en Floresta o en Mataderos. Por lo general, tienen una vida útil de dos o tres años. Después las cierran. Las venden. O el dueño echa a todo el mundo y se presenta en concurso de acreedores.
Publicado o a publicarse en la excepcional revista Lamujerdemivida