Ayer, mientras aguerridos compañeros resistían un día más en la toma de las 4 sedes de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA en reclamo de mejores condiciones edilicias para seguir estudiando, un extraño conjunto de diletantes, groupies culturales, bloggers de difusa ideología, lectoras de Alan Pauls, editores “independientes” y otros sujetos de calaña semejante entre los que me incluyo se dieron cita en la Boutique del Libro de Palermo para discutir, o mejor dicho para mirar discutir, o mejor dicho para escuchar una charla amable y civilizada entre Alberto Díaz, editor general o algo así del grupo transnacional Planeta, y los escritores Alan Pauls, palermitano y afectado, y Fabián Casas, boedista. Los coordinadores eran Damián Tabarovsky, ideólogo de la actualmente en remate Editorial Interzona, y el dueño de la librería, Fernando Pérez Morales.
Lo primero que hay que decir en favor de esta iniciativa es que el temario prometido era tan amplio como sugerente. Lo segundo es que el lugar estaba lleno, por lo que se percibió una ligera euforia por parte de los organizadores. Lo tercero es que la coordinación, en la medida de lo posible, fue adecuada.
El debate, por su parte, apareció en cuentagotas. Pero también hay que reconocer que la intención estuvo. El mismo Tabarovsky chicaneó un poco al principio, cuando dijo que se reeditaba el mítico enfrentamiento entre Florida -o Palermo Anagrama- y Boedo -o el boedismo, testimonio fehaciente de cierta derrota cultural de Boedo-.
Aunque quizás, en el fondo, tampoco era tan importante que ese debate que apareciera. Lo importante era hacer un “evento exitoso”, algo tan de moda y al mismo tiempo tan arraigado en las tradiciones culturales de la pequeña burguesía intelectual porteña. El contacto por el contacto mismo. En la siempre patética bohemia universitaria se empieza con un grupo de estudio, y el sumum llega o bien con la institucionalización, es decir con la absorción por parte de la burocracia académica, o por medio de la organización de unas jornadas, de ser posible en la Biblioteca Nacional. En la militancia de la poesía, esto es, en la única militancia que afortunadamente le quedó a un muy pequeño número de personas que se dedicaban a leer, escribir, criticar y publicar poesía durante décadas recientes, el ritual distintivo de apertura hacia lo público eran las lecturas. Costumbre heredada, ciertamente, por los jóvenes narradores. Que devino, asimismo, en un ethos autonomista cerrado al circuito chico, donde la ética romántica campea a troche y moche. Y donde, también, se recupera una mística punk y festiva que surge del cruce con la herencia cultural abonada por la resistencia rockera durante la dictadura. Duplicidades. Pero la intensidad y la socialidad horizontal de muchos de estos eventos no estuvo presente en la Boutique del Libro. La reunión, a fin de cuentas, era un evento de marketing literario con buena voluntad cultural. Un arañazo para, entre otras cosas, seducir a esos esquivos lectores de Palermo, tan codiciados por todas las editoriales. Editoriales incluso capaces de bañarlos en pizza con champagne, con la infantil y por eso tierna fantasía de que eso llegará a trocarse en favores monetarios.
Personalmente, prefiero estos eventos antes que las reuniones de floggers que se producen en el barrio del Abasto.
Aunque, quizás, no sean tan diferentes.
Pero focalicemos, compañeros, en el marketing literario. Una actividad ejercida con prestancia por profesores, bohemios y talleristas más o menos marginales. Un marketing que ayer tuvo en Alberto Díaz a su representante más conspicuo, y por eso, más honesto. La hipnótica claridad del señor Díaz, de quien pocos jóvenes escritores se animarían siquiera a pronunciar el nombre, fue conmovedora. Fue memorable, mis queridos compañeros, el momento en que, frente a las mistificaciones románticas del señor Casas, Díaz declaró que todos los escritores pensaban en el público, en el mercado y en la recepción de sus obras. Apoteósica.
Pero focalicemos, compañeros, en el marketing literario. Una actividad ejercida con prestancia por profesores, bohemios y talleristas más o menos marginales. Un marketing que ayer tuvo en Alberto Díaz a su representante más conspicuo, y por eso, más honesto. La hipnótica claridad del señor Díaz, de quien pocos jóvenes escritores se animarían siquiera a pronunciar el nombre, fue conmovedora. Fue memorable, mis queridos compañeros, el momento en que, frente a las mistificaciones románticas del señor Casas, Díaz declaró que todos los escritores pensaban en el público, en el mercado y en la recepción de sus obras. Apoteósica.
Esto no es óbice, amigos míos, de que el señor Casas, imagen marcaria de esa estructura del sentir que por pereza intelectual denominaremos boedismo -no confundir con el antiguo grupo de Boedo, repetimos-, haya sido el disertante más carismático, y, por llamarlo de alguna forma, el más cercano a lo que el traumadísimo Jacques Lacan llamaría nuestras identificaciones imaginarias. Casas es un tipo en el cual, disculpen la categoría, se puede confiar. Su libro “El Salmón” es, sencillamente, extraordinario. Dio un poco de lástima entonces, por así decirlo, verlo convertido en un White Zombie más. Quizás haya llegado el momento de reclamarle, en virtud de su potencial, unas cuantas cosas.
Dieron un poco de pena, también, sus coincidencias con Alan Pauls. Otro tipo con un libro, El Pasado, que a pesar de todo, condensa fuertes zonas de la experiencia social de una generación. Ambos declararon que Marcelo Tinelli, el profeta positivista de la realidad nacional, está destruyendo al país. Cuando es claro, queridos lectores, que Tinelli nos está salvando. Cuando es claro que su reinado tiene el peso fáctico de las toneladas de soja que los chacareros triunfantes transforman en felicidad para el pueblo.
Marcelo Tinelli, entonces, como nuestro futuro prócer, como el gratísimo ingeniero social que hibrideces y modernidades nunca nos pudieron otorgar.
Las coincidencias, en este plano, delatan el peso de una hegemonía. El hecho de que el tema más álgido haya sido el estatuto de los blogs (Casas a favor en un ejercicio de condescendencia, Pauls en contra en base a un trotskismo idealista donde se reclama más a las superficies de lo que la base social real de las superficies son capaces de dar), delata una hegemonía. La división jerárquica entre géneros (en la caja roja, la literatura, en la caja negra, el periodismo, la crónica y el ensayo), también. Como así lo hace la exaltación paternalista hacia las editoriales independientes, de las que la mayoría de quienes hablaban tenían una idea bastante somera, por ser generosos. Otro tanto para que todos, pese a las reservas de Díaz, se subieran al pequeño pony de pedir “lectores más trabajosos”, en sintonía con la obsesión del amigo Tabarovsky de recuperar la crítica afrancesada yuxtapuesta con la reflexión de la academia norteamericana sobre las artes visuales como garantía de contemporaneidad. Y la extraordinaria proliferación de blanquísimas, blancas categorías zombies.
Gratas coincidencias, amigos, en una tibia noche de Palermo.